Ahora otra vez su nombre salió a la palestra mundial cuando su último disco Flor de amor fue postulado para el Grammy Latino.
Desde su nacimiento, Portuondo rompió los moldes: fue hija de un inusual matrimonio formado por una aristocrática mujer blanca y un jugador de béisbol negro y pobre. Para entonces, la década del 30 del siglo pasado, aquello era un escándalo.
Más de 60 años después, a finales de los 90, la voz de esta cantante le puso sentimiento femenino al disco Buena Vista Social Club, cuyo Grammy destapó el boom de la música tradicional isleña y la lanzó a los escenarios más glamorosos del planeta.
“Me fascina esa característica del cubano: el mestizaje”, asegura la Portuondo durante una entrevista realizada en el Hotel Nacional de Cuba, donde turistas y trabajadores se detenían a mirarla y ella les sonreía con naturalidad, casi humilde.
“Soy sencilla”, dice esta mujer que ahora es abuela de una niña de 6 años y cuyo nacimiento fue “el momento más feliz” de su vida.
Los recuerdos no tardan en fluirle.
“Mi padre fue un jugador de béisbol negro y mi madre una mujer blanca. En ese tiempo no se podían mezclar los seres humanos, sin importar que se amaran. A mi madre la desheredó la familia”, rememora.
Nació el 29 de octubre de 1930. Criados sin prejuicios, los tres niños del matrimonio tuvieron un hogar humilde, donde el deporte y la música tenían un lugar privilegiado.
“Aquí [en Cuba] el que no canta, chifla”, reflexiona Portuondo con un movimiento que acompaña con sus largas y finas manos.
Sus primeras canciones fueron La bayamesa y 20 años, precisamente el tema de María Teresa Vera, que grabó en 1997 para el Buena Vista…
Portuondo no puede evitar tararearlo con su profunda y sedosa voz: “Qué te importa que te ame, si tú no me quieres ya/ el amor que ha pasado no se debe recordar”.
“Siempre me gustó tocar piano pero ,económicamente, no podíamos hacer frente al gasto; con el tiempo fui incorporada al coro de la escuela”, explica.
Su vida adulta se encauzó casi por casualidad, cuando la joven fue invitada como bailarina al Cabaret Tropicana. “Era tímida, me daba vergüenza”.
En su tiempo libre las chicas Portuondo (ella y su hermana Haydee) solían cantar jazz y bossa nova y se divertían con amigos: César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez y el pianista Frank Emilio Flynn, después signados como los creadores del “filin”.
El vocablo es la cubanización de la palabra inglesa “feeling” (sentimiento) y designó una robusta corriente musical que mezcló esos ritmos con un toque tropical.
Cuando a finales de los 40 el afamado locutor de entonces Manolo Ortega la presentó por primera vez en la radio con el nombre artístico de Omara Brown, le puso un apodo que la designaría toda su vida “La novia del filin”.
“Yo me sentí de lo más engalanada por el adjetivo, me pareció muy bonito”.
De allí en adelante Omara Portuondo fue incontenible.
A comienzos de los 50 llegó invitada a la orquesta femenina Anacaona y luego formó Las D’Aida, con quienes estuvo 15 años.
“¿Influencias?”, repite la pregunta antes de responderse: “Muchísimas”.
“Conocí a Edith Piaf, estuvimos en el mismo espectáculo; a Nat King Cole, Libertad Lamarque, María Félix, Agustín Lara, Niní Marshall, Josephine Baker”, agrega. A ellos se sumaron “magníficos” exponentes nacionales como Ernesto Lecuona, Bola de Nieve, Rita Montaner y Benny Moré.
Como entonces, Portuondo no cierra hoy las puertas de su mente: “Sigo siendo joven, todos los días aprendo algo nuevo”, dice entre risas que muestran sus dientes blancos.
Pero lo esencial bajo cualquier circunstancia es “mantener la identidad”, señala.
En 1959, cuando triunfó la revolución, Omara Portuondo ya era alguien en la música cubana y, a diferencia de muchos, prefirió quedarse en la isla.
“Ésos que partieron tenían deseos de irse, yo no. A mí me gusta Cuba, los frijoles, el tostón (plátano aplastado y frito), el arroz”.
Aunque respeta mucho “a los que piensan diferente”, la intérprete no entiende que el éxito fuera de casa sea mejor.
Tampoco oculta sus simpatías: la revolución era “necesaria” debido a los problemas sociales, que entonces afligían a la isla.
En 1967 se convirtió en solista y, exactamente, 30 años después, en 1997, el guitarrista estadounidense Ry Cooder llegó a la isla y con la guía del cubano Juan de Marcos González comenzó a rescatar a las glorias —entonces pasadas de moda— de los ritmos cubanos.
Convocó a Rubén González, Eliades Ochoa, Ibrahim Ferrer, Compay Segundo y Orlando “Cachaíto” López, entre otros y el resultado fue el Buena Vista Social Club, un éxito rotundo.
Septuagenarios, algunos de ellos ya retirados y olvidados, los miembros del proyecto pasaron al estrellato con un prestigioso premio Grammy.
Sin embargo las críticas no tardaron: ¿por qué debió venir un extranjero a descubrir el talento cubano?
La posición de la Portuondo es más ecuánime. “Nosotros anhelábamos que ese éxito se hubiera producido mucho antes porque yo siempre canté 20 años. Rubén González siempre tocó sus danzones… pero ¡nunca es tarde si la dicha es buena!”, exclama.
El triunfo le permitió incluso acopiar uno de los recuerdos más impresionantes de su vida: tocar en el Carnegie Hall de Nueva York, un lugar del cual sabía desde niña, pero al que nunca su humilde personalidad imaginó llegar.
Después de aquel terremoto musical y junto a los artistas del proyecto la artista grabó Buena Vista Social Club Present… Omara, considerado uno de sus discos más lucidos.
Hasta hoy, maratónicas giras y nuevas ideas no agotan las fuerzas de la Portuondo. Tampoco se ha desgastado la magia que su voz despierta cuando sube a un escenario o presenta nuevos discos.
Ella tiene una sencilla explicación para sus éxitos y excluye toda vanidad: “soy cubana y esa fuerza me la da mi cultura”.
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