La India pone voz a un eco que se apaga

Tota

Sin duda, el tiempo confundió las expectativas. Así que uno esperaba que al cabo de tres años de ausencia de los escenarios de Miami, a La India se le recibiera con un lleno total y con los bailadores abarrotando la pista.

Y resulta que no, que su concierto la noche del viernes en el Billboardlive, uno de tantos programados por los organizadores del JVC Jazz Festival, mostró que su poder de convocatoria (poco más de 300 personas en el local de Ocean Drive) es pobre. Nada que espante a los observadores de estos asuntos musicales, porque la falta de arrastre de la artista neoyorican se integra perfectamente en esa explicación que se comenta por ahí, en voz alta y sin pudores: la salsa contemporánea hace tiempo perdió su prestigio abrumador y ahora se le percibe como expresión cultural en franca decadencia.

No obstante, seamos más cándidos o menos directos, y digamos que la propuesta escénica de La India tiene el valor de las cosas transitorias. Lejos quedaron los tiempos de la personalidad que, junto con Marc Anthony, representó una suerte de brújula de eso que los seguidores dogmáticos suelen llamar con sorna “salsa monga´´.

Es decir, la India ha pasado de ser la poster girl de una música con preservativos artificiales a brillar con el relumbrón de una artista a la que urge una transformación.
Con todo, hubo valiosas lecturas en el concierto del viernes. Lecturas, por cierto, que difícilmente pueden pasarse por alto.

Por ejemplo, en estos tiempos de reverente culto a la imagen y al talento chapucero, de excesiva publicidad a fulanos que presumen de ignorancia artística y desde la ignorancia artística oprimen, La India representa varios anti: las anti poses, las anti bobadas, el anti sensualismo excesivo.

Se trata, en efecto, de una criatura brava, que existe sin complejos y sin complejos machaca el idioma español riéndose por lo bajo (´Es que vengo de `Nueva Yol´, mi hermanito´´); que embroma con el visible superávit de las libritas en el cuerpo, pero se mima con piropos de su cosecha (“Ay, mijo, las mujeres así tenemos la belleza adentro´´); que viste, eso sí, con ropas como diseñadas por su contador y exhibe una pancita y un ombligo con piercing de lo más graciositos.

Otra cosa es su estilo que, no crean, ha evolucionado tantito: si antes gritaba para que la escuchara todo el mundo, ahora lo hace para que todo el mundo se tape los oídos.

Cierto, no canta en clave ni aunque su vida dependiera de ello. Ni se mantiene en ritmo, ni procura improvisar con pasable artesanía, ni… Vamos, que el tema en cuestión es salsa contemporánea.

Tampoco es posible hablar de un arte de la intepretación. Porque contrario a lo que se comenta en la prensa farandulera, puede que la India haya asimilado las lecciones de Celia Cruz y La Lupe, pero en la práctica muestra un universo de distancia con la primera y mucha imitación de la segunda; más que versión, su interpretación de Qué te pedí procura el calco de todas las inflexiones vocales inmortalizadas por la legendaria cubana.

Sin canciones nuevas en el repertorio, el concierto es un repaso de antiguos éxitos: Dicen que soy, Sola, Mi primera rumba… El sonido de la orquesta brota con fuerza de tonelaje, con la reconocible espontaneidad y la exhibición de algo que podríamos llamar una estética neoyorquina: agresividad de los trombones, cambios de direcciones lanzados por el timbalero, el alarde coreográfico de los coristas.

Fue lo mejor de una noche en la que La India puso a salvo su escasa soltura escénica con la intervención de Angel López, el ex Son by Four, que subió para cantar Vivir lo nuestro y, oh, uy, ay, no se la sabía.

Sin olvidar que un tal Nicolás Caraballo, salsero irredento, salta al escenario y le pone sabor coreográfico con movimientos como sacados de los personajes de un vídeo juego. En ese vocabulario corporal está el espíritu de una música en sus últimos aleteos.