Subí al autobús y ya él estaba sentado allí, en el primer asiento de la hilera derecha. Junto a él, su esposa. Detrás, su hija, la Mazucamba, y más atrás, la banda entera: músicos, coristas y el resto de los hijos. Sonreído, como pareciera estar toda la vida, me indicó que me sentara junto a él, del otro lado del pasillo. Así lo hice, y lo demás fue un increíble viaje de dos horas desde Caracas hasta Maracay, conversando, riendo y contándome sobre sus próximas presentaciones. Llegamos al lugar, y allí comenzó otra experiencia, la de vivir de cerca el éxtasis de una multitud enloquecida por el hombre que los haría bailar y cantar esa noche. Más tarde, la rueda de prensa, el concierto delirante, y nuestro regreso a Caracas, con la respectiva parada en una arepera a mitad de la carretera, y nuestra alucinante conversación hasta la una de la mañana, ya más íntima y llena de reflexiones. ¡Cómo!
Caracas-Maracay-Caracas
"Disculpa que no te mire, pero si no veo para el frente me mareo", se excusó con sus ojos clavados fijamente en la carretera. Luego, me preguntó sobre la profesión, mis estudios y mi edad, y así rompimos el hielo. Después fui yo quien comenzó a preguntar, amparado en la informalidad de aquella plácida conversación que en nada se parecía a una entrevista periodística, pero que había que tomarse con el mismo rigor. "¿Qué tal se siente poner a bailar a medio mundo: América, Europa, Asia?", pregunté. "Es maravilloso", dijo, y de inmediato pareció perderse entre los recuerdos de sus innumerables conciertos.
"Somos los únicos en hacer una gira anual por Europa -agregó con satisfacción. La gente ya sabe que vamos en julio-agosto y nos espera". Acto seguido se lanzó a hablar de sus exitosos tours por Alemania y Francia. "En Japón fue una locura", añadió más adelante, y recordó aquella insólita experiencia de hacer vibrar el suelo asiático. "Pero nada como Cuba", dijo en un tono notablemente más emotivo y hasta un poco nostálgico. "Allá fue un fenómeno, la gente en las calles, los conciertos, el ambiente", enumeró con una media sonrisa. "Esas cosas pasan una sola vez. Por eso no hemos querido repetirlo: las segundas partes nunca superan a las primeras", apuntó.
Tocaba el turno, entonces, de preguntar por las salas, y habló con especial cariño de las de Nueva York y Francia, y, lógicamente, no podía faltar el Aula Magna. También mencionó al Palacio de Bellas Artes, en México, donde nunca logró una convocatoria importante y, por ende, sintió que no pudo conquistarlo definitivamente. "Esos son algunos fracasos", expresó.
Más tarde, comenzó a hablar de sus múltiples viajes y de su constante hacer y deshacer maletas para subir a un avión cada dos o tres días. Eso es lo único que califica como trabajo. De resto, montarse en un escenario es pura diversión. "Mi sufrimiento es un vuelo. Trato siempre de dormir lo más que puedo. Apenas subo me pongo mi iPod, el antifaz, un collarín, un posabrazos, un gorro, cobija… sólo me falta el osito", bromeó.
Por algún rato se entregó a conversar en voz baja con su esposa, y luego, ya entrando a Maracay, la Mazucamba se paró junto a él y comenzó a masajearle la calva cabeza mientras lo consentía cual bebé: "¿Qué le pasa a mi negrito? ¿Qué es lo que quiere mi negrito? ¿Ah?". "Tengo hambre", respondió secamente.
Los próximos quince minutos los dedicó Oscar a identificar cuanto local de comida nos encontrábamos en la vía. No acostumbra comer antes de un concierto, y más bien deja unas cuatro horas de ayuno entre la última comida y la hora del espectáculo. Sólo una botella de agua calmaría sus ansias.
A medida que entrábamos a Maracay, el tráfico se hizo más difícil. La causa: el Sonero del Mundo se presentaba esa noche en la ciudad. Y allí estábamos, junto al protagonista de la fiesta. "¿Estás nervioso?", pregunté. "Para nada. Ya lo que quiero es tarima", respondió, y por ratos realizó algunos ejercicios de vocalización.
En esas andábamos cuando la gente que caminaba en tropel por las calles logró identificarlo dentro del autobús. La voz pareció correrse y decenas de personas se aglomeraron frente al vehículo al punto que se hizo imposible seguir avanzando. Algunos efectivos acudieron para guiarnos por una ruta más despejada hasta el estacionamiento del hotel donde sería la presentación.
Paramos, y el tiempo pareció acelerarse. Bajamos de inmediato y entre gritos y flashes nos llevaron a una sala donde Oscar rendiría la rueda de prensa. Llegó estrechando la mano, uno por uno, de todos los periodistas presentes. Se sentó, bromeó, atendió cada pregunta y luego posó para más fotografías.
Mientras íbamos a su camerino, intensificó sus ejercicios de vocalización y repitió varias veces, un tanto impaciente: "¡Quiero tarima! ¡Denme tarima!".
Unos veinte minutos antes del concierto, aún con todo lo que habíamos conversado, me concedió una gentil entrevista en la soledad de una van junto al escenario. Hablamos hasta que le indicaron que era la hora de salir. Lo hizo, y en un par de minutos, aquel ser que respondía mis inquietudes con serena amabilidad, se transformó, literalmente, en el Diablo de la Salsa. Parecía otro.
"BAILÓ, CANTÓ, BRINCÓ, IMPROVISÓ, CONTÓ CHISTES, SUDÓ HASTA QUEDAR EMPAPADO, Y SUS 65 AÑOS, MÁS QUE NUNCA, PARECÍAN HABERSE ESFUMADO"
Bailó, cantó, brincó, improvisó, contó chistes, sudó hasta quedar empapado, y sus 65 años, más que nunca, parecían haberse esfumado. Casi hora y media después bajó, no sin antes complacer la petición "¡Otra, otra, otra!". Mi bajo y yo, magnífico final.
Pasó el tiempo y nos hallamos de nuevo en el autobús, dispuestos a regresar. Ya más calmado, Oscar rebosaba de alegría, saludando y repartiendo besos a través del vidrio.
LA MULTITUD SE SE AGLUTINABA CERCA DEL AUTOBÚS PARA FOTOGRAFIARLO, Y ÉL, INCANSABLE, REÍA Y SUDABA
"Prende la luz", le indicaba al conductor, para que la gente, desde afuera, pudiera fotografiarlo mejor. Él posaba inagotable, reía sin parar, regalaba adioses y casi no podía mantenerse sentado un solo instante. "Este hombre no se cansa", pensé.
Aquel intercambio de amores duró unos treinta minutos, mientras lográbamos salir del tumulto de gente. "Eres el mejor negro del mundo", le dijo un hombre c
on la voz entrecortada. Una mujer le rogó que le permitiera subir al autobús para tomarse una foto con él. Oscar accedió y ella temblaba al abrazarlo. "¿Por qué tiemblas?", le preguntó mientras le besaba la frente. Una niña de brazos lo despedía llorando desde la acera, y redundaban los "Te amo" por todos lados.
Por fin dejamos la multitud, entramos en la carretera oscura, y se sentó. "Esto me recarga, me inspira", dijo.
Al cabo de una media hora paramos en una arepera, y él se bajó renovado, fresco como estaba a las cuatro de la tarde, cuando comenzaba el viaje. Una vez abajo, accedió a diez mil fotografías más, mientras nosotros finalmente cenábamos. No probó ni tomó nada. Subimos de nuevo al vehículo y él seguía sonriente. "¡Qué bonito es todo eso, el cariño de la gente!", decía.
Junto a él, su esposa se abrigó con una manta y durmió todo el camino. La Mazucamba hizo lo mismo, y el resto de la banda. Hasta Oswaldo Ponte -su mánager y quien había seguido con cuidado todas nuestras conversas-, se recostó a cabecear sin resistencia.
Nosotros, en cambio, seguimos hablando. ¡Qué energía la de Oscar! Conversamos, entonces, del infarto, y de cómo temió perder la vida en aquel momento. "Después de eso aprendí a disfrutar cada segundo, cada comida, los viajes, la música, las mujeres, el amor, las bellas tardes, la lluvia, el sol", confesó. "Quizá, antes, las veía como cosas ligeras, pero ya no. Por eso hoy me viste tan compenetrado con la gente".
El autobús avanzaba y, aunque seguíamos charlando, ya ambos comenzábamos a sentir el peso de la hora: era la una de la mañana. La monótona visión de la carretera frente a nosotros terminó por aletargarnos aún más. Le agradecí tanta amabilidad y le comenté que, siendo ya tan tarde, era mejor que descansara. "Sí, papaíto -apuntó con un bostezo-, porque ya se me salió el Diablo".
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